Flores subterráneas

Me la encuentro por ahí, a la salida de un café, en la vereda húmeda de una calle santiaguina, junto al semáforo y su cuenta regresiva o caminando de donde venga, de una esquina desconocida, de la tienda que jamás me llamó la atención. Como sea, siempre está presente, acaso un fantasma que lucha por mantener fresca la memoria de esa mujer que hoy, al alero de un cigarrillo recién acabado, desaparece por la siguiente callejuela.

Como en tantas otras ocasiones se presentó, esta vez en el metro, en un vagón especialmente agradable, con personas de pie más por el disfrute de la perspectiva que por el deber de estarlo. De ese grupo era yo también, admirando las figuras que se corroen en ventanas que vibran en los túneles entre cada estación. Mi delicada figura parecía salirse del espejo, destacando la blusa blanca entre el negror de esa boca de lobo por donde viajábamos. En fin, la rutina que nunca es rutina, porque nunca es igual, porque las personas cambian; la frescura matinal y el espesor de un día de trabajo en uno y otro viaje. Pero por más que se empecinan en esconderse como una niña más, una señora más, un caballero pensando en la nada más, siguen siendo individuales y vuelven esta rutina sin bemoles en algo totalmente distinto en cada trayecto.

Con dirección Escuela Militar, me convencí de haberla encontrado, con la seguridad de que las otras mujeres que pasaron, incluso miraron y sonrieron, fueron sólo réplicas mentales (como una figura mítica en la historia de mi vida) de ésta que apretaba su manito en un pasamanos, una manito frágil, pero tan firme como si fuera una extensión del vagón, o más bien, el vagón una extensión de ella. Me acerqué tanteando entre otras personas, en el señor que cerraba el paso con su maleta negra de cuero. –Con su permiso-, abría y continuaba. Ella pequeña, se dejaba ver con dificultad, entre personas, barras, por delante de los ecos del túnel; su cabello lacio, castaño claro (¿rubio pude pensar en la adolescencia?), ojos miel, tan armónicos a su tez pálida que a su vez irradiaban algo especial, algo que me obligué a olvidar pero no olvidaba.

No soy de las crédulas que se convencen de la existencia del destino por el remoto testimonio escuchado en una salida nocturna, de la voz de alguien pasado de copas. Necesito algo más para comenzar a sospechar sobre algunas ciencias; Y el destino me parecía de lo más patético e ingenuo –si se quiere-, como una suerte de excusa para brindar cierta explicación mística a eventos de menor pompa y mucho más aterrizados y explicables por la vieja ciencia de la prevención, negligencia u otros afines que nos describen de mejor manera a los seres humanos. Pero no puedo negar que esa tarde en el metro algo sucedió, algo que pudo caer bajo las ideas de coincidencia, incluso de buena fortuna, pero jamás bajo el Destino, esa palabrita que cae bajo la tutela de un maquinador superior. Pero repito, esa tarde algo sucedió en el metro.

Su blusa blanca, delgada, cubriéndola como un aura que hacía destellar de ella –desde su rostro- tantos colores como mi corazón podía percibir desde dos asientos a distancia (y acercándome). Tuve el coraje so riesgo de que no me reconociera, de que viera a uno de los que tanto pudo ver en estos veinte años de distancia, de que pasara de largo en sus recuerdos y simplemente me guardara como una aventura pasajera, como un siútico romántico y que este encuentro, esta palabrita que abriese un diálogo de insospechables repercusiones (no me mostraba muy optimista al respecto) simplemente le asentara aún más la idea de lo miserable e indigno que podía resultar alguien enamorado. Pero estaba dispuesto a asumir el riesgo.

Y si digo que hoy tengo fundadas razones para sospechar en el destino, es porque esa tarde en que mi figura blanca latía al ritmo de la vidriera bajo el túnel del metro, un hombre llegó inmiscuido –subrepticiamente puedo agregar- por entre un gentío que se hacía insostenible en los vagones desde donde procedía. Me miró con ojos que no veía hacía mucho tiempo, y si no fuera por esos ojos, jamás hubiese reconocido ni su sonrisa, ni su cuerpo que ahora estaba más corpulento y yo más esmirriada a su lado. No hubiese alcanzado para recordar sus pálidos besos adolescentes, ni esa única noche de pasión en que todo sucedió tan rápida e incomprensiblemente. ¿Y el destino dónde salta en el evento? Las últimas noches pensaba en él, extrañaba algo de él, quizás su corazón inocente con que se llenó de mí, ese cuerpo que abracé y sentí tan lejano en ese momento, pero que por entonces satisfacía el placer que estaba amaneciendo en mi vida; y que sin embargo, a él pareció satisfacerle toda su alma, llorando luego del sexo, llorando por amor, de felicidad, por mi entrega, por la suya. Tal vez eso era lo que lo hizo tan particular, y que si bien borré durante décadas, volvió como furtivos pensamientos colándose entre mis sueños. Y acá lo tenía.

Antes de pronunciar palabra alguna sé que me reconoció, sé que me crucé en sus recuerdos, me hice presente en su vida, me hice una figura de carne y hueso. Me hice real.

No pude resistir esa carga. No pude soslayar esa deuda que contraje al abandonarlo sin razones. Porque pude olvidarlo, pero no sus lágrimas, ora de felicidad, ora de amargura y tristeza. No pude y tuve que hacerlo.

Ese beso, ese nuevo beso luego de veinte años, fue el ritual que cerró un círculo de deudas conmigo mismo.

Y esa misma noche hicimos el amor. Y esa misma noche fui yo quien lloró, quien sufrió, quien pedía a gritos un abrazo de verdad, con tanta pasión como entrega. Esa misma noche me reconcilié con el corazón de este hombre, porque por fin pude entenderlo, porque tal vez ahora recién vivía ese mundo adolescente del amor sin razones ni distancias. O quería sentirlo, quién puede saberlo. Tal vez es la primera vez que me enamoro, y es tan doloroso, tan doloroso, como fue el adiós para él.

Pero esta vez no fue difícil decirle adiós. No hubo ni una herida, ni un rasguño al momento de partir. Solo lo dije, y me fui en paz.

Y lo dejé ir en paz. Pero el dolor, el dolor…

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