Abro el portafolio a requerimiento del aduanero. Con mucho gusto. Dice que mi nombre y mi apariencia me hacen sospechoso. Pamplinas. Ni siquiera es necesario que traigan aquellos mastines bien sujetos para desgarrarme las carnes en busca de droga. Destrabo con el número 651 y la neuroinfancia picada en una bolsita plástica transparente, con una etiqueta roja bien notoria, con dos ribetes negros y entre ellos dice “Neuroinfancia N°3, abrir con cuidado”. Con el mayor cuidado. El interior lo conforman trozos de papel desperdigados como si hubieran pertenecido a un pliego cuidadosamente recortado en frases y oraciones. Letras forjadas al golpe de brazos metálicos de una antigua máquina de escribir, un rompecabezas literario del cual debía participar llegando a mi apartamento, aunque las sospechas del aduanero se hicieron evidentes en el llamado en clave y el pronto arribo de otros inspectores del paso. Tal vez acá son más quisquillosos que en mi querido país, donde las letras están permitidas. Me llevaron a un cuarto privado y la señorita muy gentil me explicó que mantienen un estricto control y un esfuerzo sublime por alzar lo más posible la tasa de ignorancia per cápita. Que el tráfico y micro tráfico de letras es de total prohibición, aún cuando sea de consumo privado. Se disculpó haciéndome entender que este era un país secuestrado por la dictadura de las armas y que poco o nada puede hacer un escritor con sus escritos. No soy escritor ni esos son mis escritos, son mis traumas infantiles: Palizas del pasado, golpes de los que aprendí, señorita, y vine a sepultarlos junto a sus muertos, de esos que esparcen sus vísceras por los caminos de tierra entre las selvas, para que se lleven mis males junto a ellos. Quemarlos no, de ningún modo, que mucho me ha costado recordarlos. Prefiero que alguien los pueda leer de a puñados cuando su cuerpo se pudra y su espíritu logre comprender lo que falta en el papel y escriba la historia completa, que luego me la dicte en un sueño y de este modo las tendré de vuelta. Mero ritual señorita, no es mucho, pero me parece más apropiado que tenerlos en el cajón del bufé esperando que alguien los descubra ¿Entiende usted? Mero ritual.
Algunos perros olfatearon el maletín, tal vez embriagados por la espesura del aroma a cuero y no dejaron de echar narices al interior, mojando papeles en blanco y lápices a tinta. La señorita tomó uno de estos pliegos y lo miró a contraluz, a través del papel y luego con luz angulada, palpando la superficie, descartando letras escondidas bajo las fibras o acuñadas en seco -viejo ardid que conocía desde joven- devolviendo luego las láminas y entregándome el portafolio a regañadientes, girando ávida el número clave, para que no hubiera peligros de aperturas accidentales. Les dejé el nombre del hotel y el número de teléfono. Los sabuesos lejos y un buena suerte que respondí en reciprocidad. Se quedaron con mi neuroinfancia, la quemarían en el peor de los casos. Pero a medida que abandonaba el aeropuerto, menos me importaba, porque la verdadera -la auténtica- la llevaba a cuestas en mi doble fondo, que no estaba en el maletín, sino acá, en mi cabeza. Debajo de mis pensamientos rutinarios, de mis reflejos adquiridos. Bajo el dolor y la alegría inexplicable, la semilla neuroinfantil, de tiempos hermosos, de construcción y crecimiento. Gran construcción como este aeropuerto. Sí señor, gran construcción.