¡Sí, sí! – Exclamaba Edmund Carpenter desde la sala de director. Después de años de complejos estudios y laborioso trabajo, terminaba con éxito la construcción de la primera y auténtica máquina del tiempo, porque en simples palabras era eso. Para Carpenter era más que un logro tecnológico: era la culminación de todo su capital y su esfuerzo por conseguir la manera de borrar de la historia y la memoria al maldito General Guimarey, antiguo genocida que marchitó una era próspera de la humanidad, convirtiéndola en sangre y muerte a través de una guerra que duró no menos de quince años. Por eso Carpenter fundó su compañía de robótica, subsidió investigaciones universitarias acerca del sub-átomo e inició el significativo estudio que hoy rendía sus frutos.
La idea era simple y eficaz: Un voluntario enviado al pasado para que asesinase al General en su niñez, cuando no era nadie y nadie le resguardaba, para lo cual Carpenter no tenía tiempo que perder. Había sido demasiado el daño y le urgía cuanto antes que su deseo se hiciera realidad: “Jamás sucedió, la historia lo borrará de sus libros, pero lo más importante es que desaparecerá de la memoria del Hombre, porque con él se irá la maldad, el exterminio y el sufrimiento extremo con que las naciones padecieron a este malnacido”.
Rickford, la mano derecha de Carpenter, se sentaba en el cuarto de cómputos junto a un cuaderno con que llenaría la información que requerían los formularios. La fábrica de robótica hoy sería el punto de lanzamiento a esta travesía que salvaría millones de vidas –aún en retrospectiva- y recuperaría a la Tierra y sus naciones de una herida que aún no superaban. Rickford anotaba la hora en que el voluntario entraba en la cápsula de envío, las medidas eléctricas que arrojaban las fuentes, siempre pendiente de evitar la sobrecarga. Signos de vidas, anotado en el recuadro del papel. “Todo en funcionamiento, jefe.”, y entonces el zumbido que venía desde el galpón principal y hacía temblar el cristal de la puerta de Rickford, quien notaba cómo la habitación se iluminaba de un haz esmeralda que aumentaba en su fulgor. Aumentaba, aumentaba, como el zumbido que se volvía irresistible. Cómo sería en el galpón, donde Carpenter era testigo del evento más trascendente de la historia, cómo sería ese ruido insostenible, la luz cegadora. Y mientras pensaba y padecía tales cosas, todo, absolutamente todo, pareció contraerse en un instante de silencio y oscuridad absoluta, donde Rickford pudo sentir su leve resuello, hasta que una energía infinitamente superior a cualquiera otra experimentada, invadió cada partícula de la habitación y del hombre quien caía con todo su peso sobre la silla y su pecho y cabeza azotadas contra la mesa.
Entonces, el silencio.
Rickford, recuperado del golpe, respiró aliviado mirando su cuaderno de notas, donde había quedado todo muy bien documentado. Dirigió su mirada a la puerta que le separaba del galpón de la fábrica y de su jefe, el voluntarioso Edmund Carpenter. Notó que dentro de sus apuntes faltaba el dato más importante de todos los que había por resolver. Entonces abrió la puerta presuroso y afuera se topó con Carpenter, quien observaba, como de costumbre, cada detalle de las operaciones de su fábrica.
-¿Alguna pregunta Rickford?- Le preguntó sin girarse el director.
-En realidad sí. El modelo Clase, número 7 ¿cuántas unidades necesitaba?
-Diez mil, Rickford, diez mil unidades. En cajas de dos mil.
–…cajas…de…dos mil… -apuntaba- muy bien, señor Director, con su permiso.
Rickford volvía a su cuarto, mientras Carpenter seguía feliz, muy feliz, por este, su gran orgullo y razón de todos sus esfuerzos: La fábrica de zapatos más prestigiosa de Inglaterra, que hoy cumplía otro gran hito: Exportamos a América, muchachos.