Archive for julio 2008

Curiosidades del espacio-tiempo: Señor Carpenter.

julio 31, 2008

¡Sí, sí! – Exclamaba Edmund Carpenter desde la sala de director. Después de años de complejos estudios y laborioso trabajo, terminaba con éxito la construcción de la primera y auténtica máquina del tiempo, porque en simples palabras era eso. Para Carpenter era más que un logro tecnológico: era la culminación de todo su capital y su esfuerzo por conseguir la manera de borrar de la historia y la memoria al maldito General Guimarey, antiguo genocida que marchitó una era próspera de la humanidad, convirtiéndola en sangre y muerte a través de una guerra que duró no menos de quince años. Por eso Carpenter fundó su compañía de robótica, subsidió investigaciones universitarias acerca del sub-átomo e inició el significativo estudio que hoy rendía sus frutos.

La idea era simple y eficaz: Un voluntario enviado al pasado para que asesinase al General en su niñez, cuando no era nadie y nadie le resguardaba, para lo cual Carpenter no tenía tiempo que perder. Había sido demasiado el daño y le urgía cuanto antes que su deseo se hiciera realidad: “Jamás sucedió, la historia lo borrará de sus libros, pero lo más importante es que desaparecerá de la memoria del Hombre, porque con él se irá la maldad, el exterminio y el sufrimiento extremo con que las naciones padecieron a este malnacido”.

Rickford, la mano derecha de Carpenter, se sentaba en el cuarto de cómputos junto a un cuaderno con que llenaría la información que requerían los formularios. La fábrica de robótica hoy sería el punto de lanzamiento a esta travesía que salvaría millones de vidas –aún en retrospectiva- y recuperaría a la Tierra y sus naciones de una herida que aún no superaban. Rickford anotaba la hora en que el voluntario entraba en la cápsula de envío, las medidas eléctricas que arrojaban las fuentes, siempre pendiente de evitar la sobrecarga. Signos de vidas, anotado en el recuadro del papel. “Todo en funcionamiento, jefe.”, y entonces el zumbido que venía desde el galpón principal y hacía temblar el cristal de la puerta de Rickford, quien notaba cómo la habitación se iluminaba de un haz esmeralda que aumentaba en su fulgor. Aumentaba, aumentaba, como el zumbido que se volvía irresistible. Cómo sería en el galpón, donde Carpenter era testigo del evento más trascendente de la historia, cómo sería ese ruido insostenible, la luz cegadora. Y mientras pensaba y padecía tales cosas, todo, absolutamente todo, pareció contraerse en un instante de silencio y oscuridad absoluta, donde Rickford pudo sentir su leve resuello, hasta que una energía infinitamente superior a cualquiera otra experimentada, invadió cada partícula de la habitación y del hombre quien caía con todo su peso sobre la silla y su pecho y cabeza azotadas contra la mesa.

Entonces, el silencio.

Rickford, recuperado del golpe, respiró aliviado mirando su cuaderno de notas, donde había quedado todo muy bien documentado. Dirigió su mirada a la puerta que le separaba del galpón de la fábrica y de su jefe, el voluntarioso Edmund Carpenter. Notó que dentro de sus apuntes faltaba el dato más importante de todos los que había por resolver. Entonces abrió la puerta presuroso y afuera se topó con Carpenter, quien observaba, como de costumbre, cada detalle de las operaciones de su fábrica.

-¿Alguna pregunta Rickford?- Le preguntó sin girarse el director.

-En realidad sí. El modelo Clase, número 7 ¿cuántas unidades necesitaba?

-Diez mil, Rickford, diez mil unidades. En cajas de dos mil.

…cajas…de…dos mil… -apuntaba- muy bien, señor Director, con su permiso.

Rickford volvía a su cuarto, mientras Carpenter seguía feliz, muy feliz, por este, su gran orgullo y razón de todos sus esfuerzos: La fábrica de zapatos más prestigiosa de Inglaterra, que hoy cumplía otro gran hito: Exportamos a América, muchachos.

Pequeños imponderables, grandes aproblemados

julio 28, 2008

No fue un buen día para mí –¡Qué iba a serlo!- con algo de fiebre, la garganta desmenuzada en trocitos y las amígdalas evaporadas con un aliento pesado y pestilente. Así, con una migraña de perros, miraba el techo blanco y desnudo la cosmología de insectos muertos, manchas de animalejos reventados durante las calurosas noches de San Felipe, y mientras las cortinas y las ventanas bailaban al ulular de la media tarde, un extraño sonido llegó a mi mente sin aviso. Un sinuoso y murmurante tic, tic, tic, tic sentía desde mi oído izquierdo. Un pulso casi sin volumen pero de un tono enervante, tic, tic, tic, tic, ¿qué era eso? Mirar no funcionó. Porque al girar en la dirección de la fuente, dejé de percibir el compás, así que volví a la posición original. Y ahí, otra vez, el enanito martillaba. Tenté con mis órbitas todo a la siniestra. Me esforcé hasta que las cuencas parecían salirse y los ojos destellaban por sus músculos estrangulados en el esfuerzo. Nada. No había nada más que un velador con su respectiva lámpara y un cuaderno en blanco. Qué curioso, nada de eso podría lograr el sonido. De pronto, en medio de esa observación, el curioso ruidito se detuvo. ¿Qué pasó? ¿Fue una mala jugada de mis oídos? Tal vez un grado leve de delirio producto de la fiebre. Descansé con esa segunda idea. Los paños fríos que me ponía en la frente y las axilas cada cuando en cuando ya surtirían efecto y todo volvería a la normalidad. Pero no. Otra vez. Tic, tic, tic, tic. Intenté enderezarme con la complexión mustia de un enfermo y sin ceder a otra coordenada, acerqué mi cabeza hacia el velador, pero siempre mirando hacia arriba y el compás entonces aumentaba. ¡Ajá! Aquí es la cosa. Revisé la superficie de la mesa, la lámpara, a ver si algún alambre de la pantalla hiciera el juego con la ampolleta, y el cuaderno, cuyo espiral plástico dejé cuidadosamente sobre el tejido a croché. Sin roce, la posibilidad de que el martillo volviese disminuía. Me estiré y aguardé sobre los efectos de mi delicada maniobra. Tic, tic, tic, tic. ¡Carajos! Ya me imaginaba con la tortura durante la noche, sin poder conciliar el sueño, embriagado en el sonido mismo y más en la búsqueda de las razones que lo provocaban. Ya, ya, esto está en el primer cajón del velador: Vacío. Saqué el cajón, lo puse sobre la cama, cerré los ojos. El martilleo persistía. Revisé las conexiones eléctricas alrededor del velador, me tuve que acuclillar y husmear a ras de piso, con el dolor de cabeza asaltándome cada vez que me encogía. ¡Ay, ay! Pero no había nada que pareciese sospechoso. Tic, tic, tic, tic, y el maldito que reaparecía cada vez que me estiraba en la cama. Me levantaba, desaparecía. Acostado, el martilleo. Así fueron horas, en donde ni la buena lectura me sacó del murmullo que por inconstante se hacía notar más, en cada pausa y en cada regreso. El libro y las letras, las letras y mirar a la izquierda, nada. Regresar al renglón, me perdí ¿dónde iba? ¡No, no! Me levanté con toda la indignación que vino como fiebre galopante ¡En algún lado debe estar! Los ojos vidriosos porque ya no soportaba la luz. Entonces me senté en la cama, cerré los ojos y moví la cabeza lentamente, de manera ecuatorial, buscando el centro del compás, ya que mi oreja izquierda me dio una seña de dónde provendría. De un lado a otro, el tic, tic escapaba, luego se centraba, luego al otro lado. Por fin, luego de aplicar el ejercicio tantas veces hasta que estuve seguro, detuve mi cabeza y abrí los ojos: La ventana. Miré el marco, el seguro, las cortinas en movimiento, las perchas que fijaban los visillos. Parecía en orden. Me asomé, con los aires refrescantes que con esa fiebre parecieron paralizarme. Afuera, en el primer piso, el patio demarcado con un muro y una pieza de lata remachada a la mala con el constante palpitar que atormentaba mi cabeza. Ahí estaba. No pensé nada hasta que me vi con las manos desgarrando de cuajo el pedazo de lata que apenas se sostenía, pero que insistía con el martilleo que se hacía persistente e insufrible. Ay, ay, sácalo ya, me decía entre manos ensangrentadas y que se esforzaban hasta sacar el último remache para precipitarme de espaldas y la lata aflojada traída junto a mi pecho. La caída dolió, y lo digo porque estuve un rato tragando el polvo pero con la paz de haber terminado con el tic, tic, insistente. Miraba y por más que el resto de las piezas se agitaran al viento, el dichoso compás había muerto. Ahora sí, dije, ahora sí que podré leer tranquilo, o estirarme, mirar al techo en paz, con la satisfacción de haberlo resuelto, con la seguridad de esconder esta pieza de metal y olvidarme del tic tic que ya me tenía enfermo de los nervios. Abandonado en mi cama con una sonrisa, forcé mis piernas hasta que el dolorcillo de la tensión lo permitiera y abrí mis brazos dejándolos caer muertos. Respiré profundo, sintiendo la vivacidad del tórax que se articulaba como una vejiga. Pero en cuanto el primer pensamiento se alejó por completo de toda la batalla anterior, el duende maldito volvió a martillar. Me asomé y no era otra lata, y ni siquiera venía de afuera. Ahora estaba seguro que era adentro. Dónde. El ropero, lo abrí. Busqué entre ropas añejas algún crujido inexistente. El entablado del piso, las patas de la cama, tampoco. ¿El reloj del comedor? Ahí estaba, con su péndulo lustroso, marcando cada segundo, pero de bulla, ruido, sentencia, suspiro (¡Llámenlo como quieran!), nada. ¿Qué era, Dios mío? Ya se hacía de noche y las sombras empañaban la búsqueda. Y lo que resultó ser, fue algo que jamás percibí amenazante, algo que en mi desesperado mapa mental daba por alto por ser un objeto tan inocuo que ni siquiera lo incluí en el inventario de la habitación. Quién diría que toda mi desdicha radicaba en un cenicero de superficie cóncava que en la imperceptible vibración del piso se golpeaba sobre la mesa de vidrio. Y siempre estuvo ahí, mirándome, tal vez jactándose de mi locura, buscando la manera de que perdiera el juicio. Porque estuve –y no exagero- a un minuto más de búsqueda, a un objeto más que no produjese el ruidito, de que la desesperación me destruyera por completo. El cenicero, solito ahí, riéndose, mofándose de mi estado, aunque en el fondo sigue desalmado, objeto sin ninguna culpa del desgraciado frenesí en que me sostuve, en un pésimo día que ya venía de a saltos y tropiezos con esa gripe que me tenía a medio morir.

Vargas

julio 24, 2008

Caminar por las calles más transitadas resulta toda una odisea para Vargas. Se siente el singular descuadre de alguna pintura de Picasso y siendo así, cree que en él recaen todas las miradas del lugar. A veces ocurre, como cierta tarde en que Vargas miraba fijamente al horizonte, manos en los bolsillos, con un chicle masticado por horas. En eso que se distrae y se le aparece sin previo aviso un grupo de escolares, esos que más que futuros aportes a la sociedad resultan unos pililos uniformados, de los que nacen, crían y se desarrollan con el solo propósito de sumar “uno” en el próximo censo y donde las únicas veces que logran conciliar los pensamientos con las ideas son para largar un chiste ofensivo y por lo general grosero. De esos hablo, de esa calaña. Y este grupito era de lo peor, Vargas lo tuvo claro desde el instante que los vio. Y maldiciendo al destino por no haber cruzado a la vereda del frente, notó que uno de ellos ya lo tenía en su mira y Vargas, enterado de lo que venía, sacó las manos de los bolsillos, y a medida que se acercaban, esperó lo peor. En la distancia de contacto, el estudiante comentó algo acerca de la desfigura de Vargas, lo que causó las burlescas risotadas de los demás. Vargas también sonrió y –lejos de molestarle- pareció agradecerle al muchacho, a quien le palmoteó la espalda en aprobación. El gesto pudo parecer estúpido e indigno, porque la broma no era liviana, era una pesadez que en cualquier otra circunstancia le hubiese herido el autoestima. Pero no hoy, no en ese momento, en que Vargas volvió sus manos a los bolsillos, tal vez buscando un chicle nuevo, porque el anterior estaba asqueroso, repugnante, y se alejaba con su nuevo dueño, quien todavía se reía de Vargas, a quien sin dudas lo recordaría por largo tiempo.