Atlas

septiembre 9, 2008

El viejo se aprestaba por una taza de café. Era temprano, antes del mediodía, y la lluvia se sentía como un delicado murmullo tras los cristales de restaurant. En el fondo no estaba ahí por el café, ni por el lugar, que tampoco le parecía gran cosa. Su razón era el libro al que le despojaba de su envoltura verde con toda calma, deshojándola frente al placer que producía esa batalla entre la ansiedad y la demora, y cuyo único ganador era este viejo con alma de niño, engalanado con un abrigo grueso, con el sombrero dejado en el perchero detrás de su silla, y la dedicación que demandaba ese ritual de scotch y papel, pliegue y el scotch, que iba arrastrando fibras de papel. Aunque en el fondo no le importaba, daba buen vistazo hacia su alrededor, a otros comensales sentados en mesas contiguas, a ver si alguno acertaba al significativo volumen que iba desenvolviendo metódicamente.

Había preferido este restaurant por su conveniente ubicación junto a la Librería Nacional donde había adquirido el libro. Así –pensaba él- lo mantendría alejado de cualquier gotita de lluvia que pudiese colarse entre la bolsa y el envoltorio de papel, y consecuentemente al libro, manteniendo a éste en total puridad, con el rigor del novio que espera la honra de su mujer en la noche de bodas. Bajo esa mirada, el lugar jugaba a su favor, y tanto dar vueltas, destapar papeles y otras vueltas, vino a dar con el volumen íntegro y desnudo: El Atlas Ilustrado de Arturo Gámez, profesor, dibujante y por sobre todo un amante de la historia, de sus batallas, sus glorias y también sus miserias. Para el viejo, ese Atlas era un auténtico tesoro, y no es que fuera muy caro (muy), sino que era un libro que vio alguna vez en la casa de Alfonsina Rey, compañera de universidad por allá por los sesenta.

Acostado en la mesa de centro, como una auténtica reliquia de familia, el Atlas permanecía abierto, con su panza llena de líneas, esquemas y caricaturas acerca de Napoleón y sus batallas. Las vio una a una, hojeó mientras Alfonsina estudiaba, y a ella, que le parecía un libro ‘de poca importancia y mucho detalle’ no le causaba la menor gracia ver a su amigo ensimismado en ese atlas. Hoy, viejo, apostaba que Alfonsina jamás pudo distinguir el afán, la obsesión y el amor que le despertó ese libro inalcanzable, escondido en los recuerdos, enredado y olvidado junto a todas las experiencias que tuvo en esa universidad.

Palpaba la tapa. Perfecto. Miraba el encuadernado. Perfecto. Respiraba el aroma de esas páginas claras y virginales, de litros de tinta, de papel opaco, de filigranas enmarcando cada mapa que alguna vez dibujara Arturo Gámez. Procuraba limpiarse las manos con el mantel repetidamente para no engrasar las esquinas de las hojas, mientras llenaba sus ojos de esas reproducciones tan bien rescatadas e impresas que las apostaba originales, provenientes de la auténtica pluma de su autor. La señorita trajo el café, no le importó. Ella se veía generosa detrás de la blusa, no le importó. Ni siquiera el café, caliente o frío, amargo o dulce, tazón o tacita. Cada estímulo de su cuerpo se centraba en esas láminas que se sumaban una tras otras, advirtiendo que –a diferencia de cualquier otro libro- el número de edición estaba impreso en el colofón. ‘Vigésima Cuarta Edición, Noviembre 1996’. Ni la ‘Tercera Edición, julio 1961’ podía competir con su mastín, más actualizado, con una vibrante biografía del autor en páginas cremas y bordes dorados. Trató de recordar detalles del primer Atlas –el de Alfonsina-, y en verdad cada página no solo traía la vívida imagen de su hojeo años ha, sino que despertaban otras memorias, algunas historias personales y otros hitos que o por su edad o por lo que creía un obsesivo desapego hacia el pasado había sepultado casi completamente. Y ahí una batalla, y también la primera vez que fue a casa de Alfonsina, acá una ilustración de Napoleón perdido en la Isla de Elba y enredado en el recuerdo de la noche en que esta compañera de curso le presentó a Eleonora, su primer y fugaz amor, casi prohibido, casi para toda la vida; Y más hojas, más historias, más tiempo para galopar por los recuerdos, y el atlas que comenzaba a quedar postergado irremediablemente a favor de pequeños detalles que iban iluminando el oscuro túnel del pasado de este viejo.

¿Una lágrima? Tal vez. Un sermón, más que seguro. El de su padre con la misma retórica del sé responsable, los ojos abiertos, y el clásico y odioso las vueltas de la vida. Todo concentrado en estos pliegos que se batían como un trueno mientras avanzaban unas tras otras, hasta que por fin decidió cerrarlo y devolverlo a la bolsa, sin olvidar el montón de papel verde ahora inútiles. Cerró los ojos sintiéndolos espesos y los volvió a abrir, libres, que miraran a discreción cuanto se entregaba ante sí: El café consumido, la cuchara todavía humeante, el platillo con las sobras de una galleta de mantequilla cortésmente apoyada a la taza. Respiró y sonrió para sí. En ese instante fue consciente de que jamás saboreó el café, que había escogido este restaurant por pura estrategia invernal y que se había sumergido en una obsesión juvenil hasta conseguirlo. Dónde había quedado su propio sermón del de aquí para adelante, de la libertad y de vivir. Dónde su compulsiva idea del desapego, de los recuerdos atrapan, si él toda su vida había sido un largo recuerdo decantado en la obsesión de recuperar el Atlas de Arturo Gámez, porque en él, en sus hojas, también estaba su vida, escritas debajo de las de Gámez, escondidas en interlíneas indescifrables, salvo para él.

Abrió su monedero con el resto de dignidad y dejó un billete sobre la mesa. La puerta se cierra suave mientras un mozo le desea los buenos días. Hasta luego, le replica. Y ahí va una sombra caminando, entregado a la lluvia, con su libro en el brazo, un gran libro que se desvanece bajo el temporal. El Atlas Ilustrado de Arturo Gámez, Vigésima Cuarta Edición, Noviembre 2006.

Ley del Talión

agosto 29, 2008

Salem cometió un crimen: Asesinó a un hombre en una riña. Dicho error –como calificaría después en la audiencia- tuvo sus costos para él. Cuando creía que la vieja ley del Talión recaería con una muerte segura en la horca, un joven y dolido muchacho llegó a comparecer frente al juez. Con sus ojos llenos de lágrima, suplicó al usía que comprendiese su punto: Que Salem no había cometido el acto de asesinar, sino de causarle dolor al hermano que perdía a un hermano, y que si la ley se ajustaba a lo que había arrebatado, entonces el asesino debía perder a su hermano para que se igualara la pena que el tenía. El juez consideró el hecho y mantuvo la sanción pero cambió a la persona. A la mañana siguiente el asesino veía cómo su hermano mayor, hombre justo, observador de la ley y un buen padre y marido, agonizaba con una cuerda que se apretaba en la garganta y le asfixiaba lentamente. Pudo haber terminado esto aquí, con el dolor que partía el alma de Salem, con la pena algo más cicatrizada del hermano gracias a la decisión del señor juez, pero una nueva moción llegó al tribunal y Salem se sobresaltó con la noticia: Esta vez era el padre del asesinado el que acudía a la justicia para compensar esa agonía viva que era perder un hijo. Si él lo había perdido, entonces Salem también. Pocos días después, Salem tuvo la horrible experiencia de observar tras su celda, -sin dejar de gritar, suplicar, chillar por su hijo- cómo su vástago era sumergido en el río hasta morir. Los testigos veía la pequeña ventana de la celda como una boca que agonizaba en un lamento desgarrador. Entonces, el hombre que había perdido a su hijo sintió algo de sosiego al escuchar los aullidos de Salem. La noche no llegaba entera todavía, porque una voz delgada se presentó ante la corte. Yo perdí a un padre. Otra insoportable pesadilla para Salem, otra muerte de un ser amado por su causa; más lágrimas, más piedades, más dolor. La Ley del Talión se aplicó con toda su rigurosidad, y no solo dio muerte al hermano, al hijo y al padre de Salem, -que al menos tenían sangre de su sangre y con toda la inocencia frente al acto del asesino, heredaron por derecho propio parte de la atrocidad cometida por el hombre- , sino que continuaron con familias lejanas, con sus amigos y sus vecinos. Al cabo de unos meses, y es cosa de imaginarse, Salem estaba solo en la vida. Viviendo en soledad en su hogar. En soledad en toda la manzana de su población, y caminar por el pueblo solo acrecentaba su desgracia, pues la gente le quitaba la mirada y alejaba como si portase una enfermedad sumamente contagiosa, pero en verdad lo poseía: El pago por su crimen no tenía fecha de caducidad y cualquier atisbo de acercamiento a alguien significaría una nueva moción y una nueva víctima de la Ley del Talión. Y así terminó la vida de Salem, abandonado en su casa, comiendo a veces, errando como un fantasma en las calles. Ahí va Salem, decían, ahí va Salem a rastras, le decía la madre a un hijo, y le contaba la historia de ese viejo triste y desalmado para aleccionarlos para que siguiera el buen camino y no el mal. Ahí va ese hombre al que no puedes saludar.

Curiosidades del espacio-tiempo: Señor Carpenter.

julio 31, 2008

¡Sí, sí! – Exclamaba Edmund Carpenter desde la sala de director. Después de años de complejos estudios y laborioso trabajo, terminaba con éxito la construcción de la primera y auténtica máquina del tiempo, porque en simples palabras era eso. Para Carpenter era más que un logro tecnológico: era la culminación de todo su capital y su esfuerzo por conseguir la manera de borrar de la historia y la memoria al maldito General Guimarey, antiguo genocida que marchitó una era próspera de la humanidad, convirtiéndola en sangre y muerte a través de una guerra que duró no menos de quince años. Por eso Carpenter fundó su compañía de robótica, subsidió investigaciones universitarias acerca del sub-átomo e inició el significativo estudio que hoy rendía sus frutos.

La idea era simple y eficaz: Un voluntario enviado al pasado para que asesinase al General en su niñez, cuando no era nadie y nadie le resguardaba, para lo cual Carpenter no tenía tiempo que perder. Había sido demasiado el daño y le urgía cuanto antes que su deseo se hiciera realidad: “Jamás sucedió, la historia lo borrará de sus libros, pero lo más importante es que desaparecerá de la memoria del Hombre, porque con él se irá la maldad, el exterminio y el sufrimiento extremo con que las naciones padecieron a este malnacido”.

Rickford, la mano derecha de Carpenter, se sentaba en el cuarto de cómputos junto a un cuaderno con que llenaría la información que requerían los formularios. La fábrica de robótica hoy sería el punto de lanzamiento a esta travesía que salvaría millones de vidas –aún en retrospectiva- y recuperaría a la Tierra y sus naciones de una herida que aún no superaban. Rickford anotaba la hora en que el voluntario entraba en la cápsula de envío, las medidas eléctricas que arrojaban las fuentes, siempre pendiente de evitar la sobrecarga. Signos de vidas, anotado en el recuadro del papel. “Todo en funcionamiento, jefe.”, y entonces el zumbido que venía desde el galpón principal y hacía temblar el cristal de la puerta de Rickford, quien notaba cómo la habitación se iluminaba de un haz esmeralda que aumentaba en su fulgor. Aumentaba, aumentaba, como el zumbido que se volvía irresistible. Cómo sería en el galpón, donde Carpenter era testigo del evento más trascendente de la historia, cómo sería ese ruido insostenible, la luz cegadora. Y mientras pensaba y padecía tales cosas, todo, absolutamente todo, pareció contraerse en un instante de silencio y oscuridad absoluta, donde Rickford pudo sentir su leve resuello, hasta que una energía infinitamente superior a cualquiera otra experimentada, invadió cada partícula de la habitación y del hombre quien caía con todo su peso sobre la silla y su pecho y cabeza azotadas contra la mesa.

Entonces, el silencio.

Rickford, recuperado del golpe, respiró aliviado mirando su cuaderno de notas, donde había quedado todo muy bien documentado. Dirigió su mirada a la puerta que le separaba del galpón de la fábrica y de su jefe, el voluntarioso Edmund Carpenter. Notó que dentro de sus apuntes faltaba el dato más importante de todos los que había por resolver. Entonces abrió la puerta presuroso y afuera se topó con Carpenter, quien observaba, como de costumbre, cada detalle de las operaciones de su fábrica.

-¿Alguna pregunta Rickford?- Le preguntó sin girarse el director.

-En realidad sí. El modelo Clase, número 7 ¿cuántas unidades necesitaba?

-Diez mil, Rickford, diez mil unidades. En cajas de dos mil.

…cajas…de…dos mil… -apuntaba- muy bien, señor Director, con su permiso.

Rickford volvía a su cuarto, mientras Carpenter seguía feliz, muy feliz, por este, su gran orgullo y razón de todos sus esfuerzos: La fábrica de zapatos más prestigiosa de Inglaterra, que hoy cumplía otro gran hito: Exportamos a América, muchachos.